La lluvia no cesaba. Dos días ininterrumpidos de agua dejaban el ánimo encharcado.
Tú, en el coche, repitiendo la misma rutina.
El ruido incesante del limpiaparabrisas inundaba tu cabeza de monotonía y tristeza, repasando, con su hipnótico vaivén, esos errores, una y otra vez, aquéllos que acumulaban en tus ojos un torrente de lágrimas frustradas.
Sigue lloviendo y tú en el coche.
No entiendes cómo, pero paulatinamente tu certeza de estar viviendo paradojas del destino te daja sumida en una melancolía insondable, en un silencio opresor, únicamente roto por el insistente zumbido del limpiaparabrisas.