El cansancio invadía todo mi cuerpo, no podía mover ni un músculo, había
quedado enterrada bajo los escombros de aquel edificio. No sabía cuántos días
llevaba allí, ni si alguien se acordaría de mi existencia. El pequeño cubículo
que me abrigaba se había convertido en una especie de vientre materno que me
albergaba guardando mis sueños. Después de las primeras horas de confusión, los
gritos fueron alejándose paulatinamente, pronto dejé de oír los sollozos y las
lamentaciones, quedando tan sólo un vacío aterrador. Mi mente no asimilaba el
paso del tiempo y entre la oscuridad de los cascotes no sabía si era de día o
de noche. No sé cuánto tiempo estuve en aquel agujero, alimentándome únicamente
del agua que se filtraba por entre las vigas. Finalmente llegó la luz, un nuevo
día se abría ante mis ojos, quemándolos después de las tinieblas. La gente
gritaba palabras ininteligibles, los perros ladraban a mí alrededor. De repente
fui consciente, estaba viva y alguien posó levemente su mano sobre mi mejilla
acariciándome y sonriéndome, dando gracias por aquel milagro.
Imagen: prensa
Hola Antonia. Sobrevivir ante una catástrofe de esa magnitud y después de 17 días bajo los escombros, lo definiría en: ganas de vivir, ser fuerte ante la adversidad e instinto de supervivencia. Quizá no había llegado la hora de partir. Fue su destino el que decidió no abandonar este mundo todavía.
ResponEliminaUn abrazo.
Seguro que es así.
ResponEliminaUn abrazo
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