Allí estaba, como siempre en el mismo lugar,
siempre magnífica, altanera, como una diva, incólume. Yo la admiraba cada día,
desde mi lugar, sabía perfectamente cuál era, en el estamento inferior, que tan
sólo me daba derecho a observarla. Cada nuevo amanecer la encontraba más bella,
con sus cambios constantes de vestuario, con sus accesorios irrepetibles, con
sus amistades, que como ella, estaban en ese estadio superior. Un aciago día
desapareció de mi vista, creí volverme loco y entonces ya no me importó mi
destino. Después de algunos años vagando por diferentes estantes y múltiples
anaqueles, hoy hemos coincidido los dos, en el final de nuestra existencia, en
la empresa recicladora de plásticos. Le he hecho llegar mi último aliento (¡Barbie,
te quiero!).
Si aplicamos el texto a nuestra vida personal, encontramos que también podemos tener una Barbie, alguien que creemos inalcanzable. Con el tiempo descubres que no hay nadie inalcanzable, todos somos seres humanos y como seres humanos, nos equivocamos y nos damos cuenta de nuestro error demasiado tarde. Barbie, yo también te quiero.
ResponEliminaEl principal problema es idealizar a alguien. No existen los "mirlos blancos", ya que todos tenemos defectos, ¿o no?
ResponEliminaSaludos.
Hola Antonia, a pesar de la distancia existente entre ambos por su condición social, en su lecho de muerte, esas diferencias se reducen a la nada.
ResponEliminaUn abrazo muy fuerte.
Eso solemos decir, que la muerte nos equipara, pero hasta en ese trágico momento hay panteones y nichos.
ResponEliminaUn saludo